Un cuento: "Él"

 










Su aula no era un aula. Era una sauna de techos altos en donde sin saberlo, sudabas los primeros asaltos del combate ante lo absurdo de existir. Aquel espacio tenía labios y abrazaba la soledad que todos sentíamos frente a los primeros abismos de hacerse adulto.

Él: Resistente en la re-existencia. Un ser fascinador. El último vástago de los vencidos desde los tiempos del medievo. Si cierro los ojos puedo verle nítidamente a Él y a los tiempos que fuimos.

Todo en aquella Escuela, Taller, Gymnasium... (el nombre no importaba) , era provocación y gesto; una mirada atenta. Ojos pensando y oídos atentos. Era un vergel de desobediencia, de jugar a la contra, de saltarse prohibiciones, de querer saber. Una fosa en donde el tesoro era la insurgencia, la insurgencia de aprender como si no hubiera mañana. Un soplo de algo diferente en la inutilidad del calendario. La fugacidad, el silencio susurrándole al tiempo. La extrañeza perturbadora de vivir, revuelta con el deseo de deslizarse entre las aristócratas praderas nevadas de Rilke.

Paseamos de su brazo, apoyados en su porte de dandy por las playas atlánticas de la Grecia más Byroniana, entre los perdedores devorados por las diásporas. Saludamos a aquellos que escribieron la cara oculta de la historia, a los que caminaron arramblados entre catedrales derruidas, y dejaron testimonios pálidos y espeluznantes de caminar despiadado de nuestra especie. Él nos fue mostrando lo descarnado de vivir (sinónimo de pensar) haciéndonos comprender que quisiésemos o no lo terminaríamos perdiendo todo. 

En sus cuadernos, anotaba que los frágiles teníamos las narrativas y el humor: La fundamental idea de reírnos de los que creen en una única verdad. Humor para que exista humanidad. Sin humor falta el amor. A falta de espectáculos, en las vastas noches, íbamos fabulando nuestro largo e inmerecido privilegio de estar y ser con un humor sutil, ácido, extraído de sutiles diálogos de las películas de cine clásico contempladas bajo la luna.

Aullábamos a las estrellas lo feo que debe ser terminar siendo cenizas sin haber vivido amado lo sagrado de existir. 

No olvido el humo de su pipa de cinabrio, aquellas las brumas de las tierras ignotas de Hamlet. Nos amparábamos tras aquellos fabulosos paisajes de la Bretaña del Bardo y sus acantilados acrisolados, intentando resolver las vertiginosas transformaciones del nuestras egolatrías antiguas y las nobles máscaras que íbamos adoptando.

Él siempre confería a sus miedos, la magia de despojarlos de desasosiego hablando de ellos, transfigurándolos en la obra de arte que mataba a sus fantasmas. La cadencia en sus lecturas en voz alta nos asomaba a la negrura del infinito Universo. Siempre llovía (como en las películas de Tarkovski) cuando nos leía en voz alta paseándose entre los bancos de trabajo. Nos descabalgaban la contundencia de las frases, levantando a su paso un polvo estelar con convexos espejos deformantes, eternidades imposibles, inmortales mares profundos, ecos y esplendores, arcaicas batallas y sueños para burlar a la Muerte. 

Morábamos entre los moldes de escayolas clásicas salpicadas de carboncillo, aroma de gardenias, cinceladas por sueños de juventud, agrietada por el paso de los años, bocetos de vidas atravesadas tras caer atrapadas en las garras del feo arte de fingir: Consecuencias de ser esponja de mar en este hábitat plagado de escolopendras.

Su sentido de la vida: probablemente el arte. Lejos de declives: si acaso la Nada, la entelequia de buscar buenos deseos. Dispuesto siempre a ser, a deambular por los extraños caminos del Destino, entre Dioses, pasiones y gentes. Sin sombra de servilismo. 

-Vuestra búsqueda, vuestros laberintos será lo único que no sea ceniza, aquellos significados que logréis construir serán vuestro reino- nos susurró una noche mientras apagábamos las timoratas lámparas del taller.

Empapeló sus sombras con cuartetos de Bach. Sus tinieblas insomnes le atacaban con la apariencia de la hipocresía y falsedad que le rodeaba. Nunca dudó de ser solamente Él: un tipo sin excusas.

Nunca hubo exámenes ni certificados oficiales. Apenas unas fotografías veladas que arrastraron limpiezas tormentosas de verano. Incursiones en el cuarto oscuro, fotos de 16 x 9 para ver perspectivas bajo la luz reveladora existencial. Corte a negro. Contestaba a lo que no se le preguntaba. La fotografía ¿cómo artefacto o cómo documento?

El sueño era verdad. En una sola tarde en la escuela desnudábamos tempestades, mitos, ocultos paraísos, acuarelas, mustias muchachas, trenes de la Siberia, máscaras de religiones para minorías, la Callas en otoño, una gabardina de cesante olvidada en la pradera de Hyde Park… El final de la Era Industrial nos despertó bruscamente. 

Ya no somos los que fuimos. O quién sabe si nunca fuimos como quisimos ser o tal y como la gente no quería que fuésemos. Desde hoy, todo es presente, el pasado se va diluyendo cada tarde cuando el sol se oculta despidiendo a los que ya moran bajo la tierra.

Ahora recuerdo que ya ni fui, ni soy, ni seré. Pasaré, al igual que Él dejó de ser un todo en nuestras vidas. Miniaturas de existir. Recuerdos de los tiempos que parecían lentos y se tornaron veloces. El sollozo apagado de descubrir que todo era un cuento breve, quizá si exista Wendy con mil y un nombres, pero Peter Pan no, ya jamás, jamás volará a la Isla de los Niños Perdidos. Nosotros sí estamos perdidos. En tierras de Nadie, en tierras Baldías, pantanos lúgubres y plagados de cadáveres putrefactos que Él, el maestro, sí veía cuando entraba en el taller y nos saludaba con su mirada limpia de ilusiones y mentiras. Él sí que veía el desorden y las lágrimas futuras: nos contemplaba náufragos en esa noche infinita en la que nos abandonan al ser nacidos. 


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