Museo de Cera, José María Álvarez
















 










HEART OF DARKNESS


«AUGUSTISIMA VENETORUM
URBS QUAE UNA HODIE LIBERTAT
I S AC
PACIS, ET JUSTITIAE DOMUS EST,
UNUM BONORUM REFUGIUM,
UNUS
PORTUS, QUEM BENE VlVERE
CUPIENTIUM TYRANNICIS
UNDIQUE AC
BELLICIS TEMPESTATIBUS
QUASSAE RATES PETA N T, URBS
AURIDIVES,
SED DlTIOR FAMAE, POTENS
OPlBUS, SED VIRTUTE
POTENTIOR, SOLIDIS
FUNDATA MARMORIBUS, SED
SOLIDIORE ETIAM FUNDAMENTO
CIVILIS
CONCORDIAE STA BILI TA…»
DE UNACARTADE PIETRO DE
BOLONIA(1364)

«Estamos en Venezia»
WILLIAM SHAKESPEARE





Ha llovido. En los charcos de la
Piazza
—agrandados por un poco de
acqua alta—
se esmaltan las arcadas, la torre,
el campanile,
y el oro de San Marco es como
otro poniente
en este crepúsculo de
Septiembre.
Ayer la luz era de Guardi,
pero el viento y la lluvia han
convertido
en un Canaletto cuanto miras.
Otra vez esta vieja y fascinante
ciudad te ha recogido.

Lentamente
se suceden tus días, paseando,
alguna vez una velada con
amigos. Cuando la tarde
cae, regresas como los pájaros
a tu escritorio. Por la ventana
entra el silencioso apagarse
de los cielos, suenan los
campanarios
como corazones de ángeles. La
apacible
lectura en la larga noche,
el cultivo esmerado de los
recuerdos,
el afinamiento de los sentidos
hasta que el placer es como un
aria de Mozart.

Si
en ciertas ocasiones, algún
joven,
y cuánto mejor si alguna
jovencita,
te visita y trae noticias de tu
patria,
la citas en un bar de la Piazzetta,
y allí, mirándola protegido
tras el cristal de tu copa, y
mostrándole
(con estudiado gesto) la belleza
de la ciudad —«Es la áurea
Venetia
de Juan Diacre, aquella
que soñaba Melville labrando
sus palacios
como la Naturaleza los arrecifes
de coral,
orgullosamente», cuentas—,
mientras el sol declina
(siempre citas a esa hora) le
dices: «Nada quiero saber
de allí; hace ya mucho que di
todo
por perdido. Y bien, querida
amiga,
olvide usted también, beba
conmigo, conversemos.
Tiene usted ante sus ojos
el «liquido cristallo» que un día
vio
Petrarca, sí, desde ahí, junto al
ponte
del Sepolcro. Al lado,
junto a la Pietá, durante treinta y
cinco
años enseñó y compuso
Vivaldi. Entre esas dos columnas
murió Bocconio, y en aquella
escalinata
decapitaron a Faliero.

Mire a esa dama tras la
cristalera
del café, es como el cuadro
de Alessandro Milesi. Ante esas
aguas Pietro
Orseolo soñó la grandeza
de la Serenísima, y por ellas
se alejó Marco Polo. Bajo esas
cúpulas
cantaron y agradecieron sus
victorias
Dandolo y Mocenigo, Morosini,
y aquel noble
triunfador de Lepanto,
Venier. Ahí, ante el Papa
Alejandro lll se humilló
Barbarroja
y los Barones de la IV Cruzada
pactaron el Imperio del Oriente.
Y además, ¿qué importa todo
eso?
Conozco una anciana cerca del
Arsenale,
con más de 80 años, y jamás
ha pisado esta Piazza; no
le interesa, no es su sestiere.
Y usted ¿había estado ya antes
en Venezia? No es ciudad para
jóvenes,
quizá ya no es ciudad
para nadie. Siga
mi consejo. No visite museos.
Pasee
sin rumbo, contemple. Sentirá
que es cierto
aquello de la plus
triumphante cité. Véala
cómo muere. Como un animal.
Es la mejor metáfora
del destino de nuestra Cultura,
de los mejores de nosotros.
De todas formas, si algo le hace
falta,
éste es mi teléfono».
Después ves
alejarse entre las mesas
esa visita. Entonces, te levantas,
te acercas a las aguas. La Salute
va desdibujándose como
en el óleo de Monet. La Laguna
se hunde en la noche
con los colores que vio Parkes
Bonington. Contemplas
San Giorgio y la Giudecca. Ahí
el Cardenal Grimani ofrecía
fiestas
a las que más de mil góndolas
llevaban invitados,
de los pasteles salían pájaros y
cortesanas,
corría el vino de Hungría, la
malvasía de Chipre,
y a la luz de la Luna brillaban
los cuerpos
de las mujeres más hermosas de
la Tierra.

Bebes una última copa en el
Mónaco
mirando el balanceo de las
góndolas, los suaves
movimientos
de una dama madura, que
también sola —piensas
en la Condesa
Selvo— bebe, los vaporettos
que pasan
hasta desaparecer en la
obscuridad de la Laguna.
Las
olas rompen contra las bricolas.
Ya es hora
de volver. Caminas lentamente.
Brillan
los mármoles del Palazzo.
Parece como si la Luna
encerrase a Venezia en una perla.
Subes
el ponte della Paglia. Aquí se
encontraron
el joven Veronese y Tiziano ya
viejo.
Entras hacia tus calles. Los
comercios
han cerrado. Campo San
Zaninovo, luego el
sottoportego
de la Stua, siempre tan solitario,
y el río silencioso, las
rojizas
paredes desconchadas. Nadie
habita esas casas. Los
geranios que cuelgan como colas
de pavos reales muertos.
Oyes tus pasos en la fondamenta.
Ahí está tu calle, la calle del
Remedio.
Te acercas al portón, abres,
subes las escaleras
—los bustos y retratos
mirándote—. Y otra vez tu
ventana
sobre el canal. El jardín
abandonado de un palacio
al otro lado, lleno de gatos,
con una palmera. Y la solemne
noche veneziana.
Miras la biblioteca, los
bellísimos tapices,
respiras la frescura de la noche.
Entonces,
despacio, te sirves una copa,
enciendes
un cigarro, metes una cinta
con «La traviata», te sientas ante
tu mesa
y empiezas a escribir este
poema.


José María Álvarez, nacido en Cartagena (Región de Murcia) en 1942, es un poeta, ensayista y novelista español.

Museo de Cera, Editorial Regional de Murcia, 1990

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